martes

Hay días que no se dejan explicar. Me rindo



Algunas mañanas me sorprende la ácida luz del desconocimiento, y la realidad se adivina turbia tras lo que no es sino un velo de luz rabiosa.
Esos momentos son pocos en una vida, menos mal, cuatro o cinco a lo sumo, pero cuando una se levanta y sale a la calle después de una mañana de ácida luz, como irreal, intuye que algo ha cambiado, trocamos sentimientos y valores sin darnos cuenta, comenzamos a amar a quien deberíamos odiar y odiamos a quien deberíamos amar, condenamos a la pena de exilio a la conciencia y permitimos que una opinión se transforme en hecho, aniquilando cualquier posibilidad de duda, dejamos de ser humildes y nos embarrancamos en lodazales de orgullo desmedido.

Hay días detenidos en la suave pereza del día común, otros abrigados por no sé que coño de locura inconsciente, días fríos y secos, desabridos porque nos derriban todas las ilusiones, tristes, punzantes, casi siempre dolorosos. No suele haber una razón objetiva, como tampoco podemos señalar un desencadenante claro. Son un pequeño cúmulo de insignificancias que en un determinado momento se agrupan y revelan extrañas líneas-presagios en el horizonte.

Son pocos, pero poseen la intensidad de lo absoluto, aunque queramos creer que pasan sin dejar huella. Nos separamos de quienes somos y en una extraña perspectiva nos observamos en el tiempo transcurrido para ir construyendo eso que llamamos vida, y que a veces se descubre tan extraña y tan siniestra. Es entonces cuando percibimos el significado de lo que hemos ido viviendo, en nuestras elecciones, en nuestros rechazos, omisiones, miedos, en la dejadez que nos ha acompañado a ratos, en la pasión que pusimos otros.

No es sencillo darse cuenta de esto, de lo que hacemos conforme vamos viviendo, es más fácil ir acumulando fracasos y rechazos, ir orientándose por la vida con la intuición rota y los escasos recursos de superviviencia que los años nos van dando.

Deseamos que la vida sea como un camino recto y luminoso, aunque me inclino más a verla como un perderse por la maleza obscura y en la que de tiempo en tiempo encontramos algún claro. La luz entonces nos golpea una vista acostumbrada a la grisura, a los tonos difuminados, al crepúsculo y a la sombra.

Es la luz que refleja el estupor de la vida al darse de bruces contra sí misma. Llegado ese momento no sabemos por dónde tirar. Nos asomamos a esos rincones oscuros que siempre quisimos silenciar, contemplamos el reverso de nuestras vidas y nos queda siempre ese poso amargo que no es resignación ni pena ni rabia... sólo un día más que no se deja explicar...

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